ARTÍCULO 28 ― EL TIEMPO EN LA NARRACIÓN (I)
En nuestro último artículo explicamos, aunque pueda caer de cajón, que en toda novela se desarrollan acciones, es decir, que suceden una serie de acontecimientos. Y estos acontecimientos, al igual que ocurre en el día a día, han de transcurrir a lo largo de un tiempo determinado. En la vida real, a pesar de que nos gustaría, nos podemos alterar ese factor (como dirían en la serie El Ministerio del Tiempo: «El tiempo es el que es»), y nos resulta imposible modificarlo, acelerarlo, ralentizarlo, desordenarlo o simplemente detenerlo a nuestro antojo. Sin embargo, como narradores, sí contamos con esa capacidad, ¡y es sumamente divertido ponerla en práctica!
Al contar los acontecimientos que componen una historia, elegimos cuáles resaltamos, cómo los ordenamos, por cuál empezamos… Relatar consiste en instalar un tiempo imaginario en el tiempo de la realidad.
Mediante la narración se puede —y se debe— crear la ilusión del paso del tiempo, de la evolución de los personajes e incluso de que todo tiene lugar en tiempo real, pero en ningún caso va a ser así. Es un tiempo ficticio. Leemos en apenas unas horas algo que a los personajes les sucede en días, semanas o en años. Podemos narrar en poco menos de un párrafo todo lo que le ocurrió a nuestro protagonista a lo largo de un año completo, pero también podemos alargar de forma premeditada esos segundos en los que este se enfrenta a la decisión más crucial de toda su vida.
En toda novela podemos distinguir dos clases de tiempo:
¿Te has quedado con ganas de saber más? Entonces, no te pierdas nuestro próximo artículo, porque en él veremos, uno por uno, todos los mecanismos de los que el narrador se vale para lograr esto y cómo afectan al relato.
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