Ciudad de leyenda, cuya fundación se atribuye al mismísimo Hércules, acariciada por el Guadalquivir. Donde las diferentes culturas dejaron un legado inigualable. Agasajada por el sol, arrullada por un cielo sin mácula. Metrópoli de luz y de belleza, de música y jarana... Isbiliya.
En este marco milagroso reinó el Príncipe de los poetas, Al Mutamid. Y aquí tuvo lugar una de las más hermosas historias de amor, apenas conocida.
Retrocedamos en el tiempo. Desandemos los siglos y evoquemos un pasado glorioso y un romance como hubo pocos.
Segundo hijo de Al-Mutadid, mecenas y poeta, nuestro Príncipe de las letras reinó en Sevilla tras la muerte de su padre y la anterior ejecución de su hermano mayor por supuesta traición. Desde temprana edad abrazó la poesía de la mano de su mentor, Abu Bakr ibn Ammar. Y durante su reinado, la cultura floreció en Sevilla y en su corte, poetas y literatos gozaron de su favor, engrandeciendo sus dominios.
Al-Mutadid no sólo fue un gran rimador, sino un guerrero que anexionó a Sevilla la taifa de Córdoba. Valerosamente se enfrentó al rey de Toledo que, temeroso de su poder, entró en Córdoba y ejecutó al hijo de Al-Mutamid. Durante tres largos años batalló para reconquistar las tierras sustraídas y consiguió aumentar su reino al vincular todas las posesiones de Toledo entre el Guadiana y el Guadalquivir a la soberanía de Sevilla.
Pero aparte de las confrontaciones y las intrigas propias de su cargo, Al-Mutamid era un espíritu soñador, que gustaba de dar largos paseos a orillas del eterno wadi al-Kabir (el río grande). Y fue casualmente en uno de aquellos recorridos, acompañado de su amigo Ibn Ammar, cuando el amor llamó a su corazón.
A menudo, su camarada y él se entretenían en improvisar poemas, lo que era habitual en la sociedad andalusí de aquella época. Un juego que les divertía y alimentaba su devoción por la cultura. Dice la historia que mientras caminaban junto al río, se levantó una ligera brisa y Al-Mutamid dijo: «El viento tejiendo lorigas en las aguas».
Lógicamente, esperaba la respuesta de su amigo para completar la rima, pero a Ibn-Ammar no le dió tiempo a responder porque tras unos juncos, la cantarina voz de una muchacha repuso: «¡Qué coraza si se helaran!».
Sorprendidos por la rápida contestación, los dos se volvieron para ver quién era la osada muchacha que les interrumpía la diversión.
Era una joven bellísima que sonreía y miraba directamente a Al-Mutamid sin vergüenza, aún sabiendo que se encontraba frente al soberano de Sevilla.
El rey la observó con atención. Iba pobremente vestida, pero su largo cabello oscuro, sus ojos —dos luceros de obsidiana—, su franca sonrisa y su aspecto jovial y un poco travieso mezclado con un ligero tinte de candor, enamoraron a Al-Mutamid.
—¿Quién eres tú, muchacha, que te atreves a importunar a tu amo y Señor? —le preguntò Ibn-Ammar.
La joven bajó la mirada, turbada por la reprimenda que, sin lugar a dudas tenía merecida por su osadía. Con voz temblorosa repuso:
—Pido humildes disculpas, pero no pude remediar rimar la frase. Suplico vuestro perdón, mi Señor, porque solamente soy Rumaikiyya, la menesterosa esclava del rico Rumayk, el arriero.
Al-Mutamid no tenía ya ojos para otra cosa que no fuese aquella joven humilde en la que adivinaba un aire de nobleza. Una joya de la que se había prendado. Sentía el corazón latiéndole en el pecho, la sangre correr por sus venas, la imperiosa necesidad de poseerla.
A pesar de las apagadas protestas de su mentor, llevó a aquella beldad a palacio, mandó que la vistieran y la perfumaran y la convirtió en su esposa, en la reina Umm Rabi I'timâd, aunque su título era el de as-Sayyida al-Kubrá, o gran señora.
Haciendo oídos sordos a los recelos de la corte, que creyó en un principio que la muchacha no era más que el repentino capricho del rey, Rumaikiyya demostró a todos que su amor por Al-Mutamid era profundo y noble. Porque también ella, tan pronto le viera, se había enamorado perdidamente de aquel hombre moreno, arrogante y sensible que prefería ser conocido como poeta antes que como guerrero.
La que fue desde entonces Gran Señora, supo mantener la llama de la pasión encendida día a día. Su dulzura, su ardor en el lecho y sus constantes picardías, hechizaban al monarca, totalmente rendido a sus encantos y sensualidad.
Dicen, que no sólo la amaba, sino que se dejó arrastrar por aquella muchacha entusiasta que palpitaba de vida y le conmovía. Sólo era feliz manteniéndola contenta y sus caprichos, a veces insólitos, eran atendidos de inmediato por Al-Mutamid.
Cuentan que el rey mandó plantar almendros en la Sierra de Córdoba, porque su esposa comentó que deseaba ver la nieve. Y también que en una ocasión, Rumaikiyya se asomó a la ventana del palacio y viendo a unas mujeres que pisaban barro para construir ladrillos, recordó sus días de pobreza y esclavitud, cuando solía hacer aquel tipo de trabajos, pidiendo a su esposo el permiso para realizar de nuevo aquella labor. Para complacerla, el monarca hizo llenar una alberca de jengibre, azúcar, canela, ámbar, algalia y otras muchas especies y perfumes, mezclando todo con agua de rosas. Sólo entonces permitió a su bellísima esposa pisar alegremente aquel barro especialmente fabricado para sus delicados pies.
Cada vez que sus obligaciones le apartaban de su amada, se despedía de ella con hermosos poemas, como éste en que cada verso empieza con una de las letras del nombre de I'timâd:
Invisible tu persona a mis ojos,
está presente en mi corazón;
Te envío mi adiós con la fuerza de la pasión,
con lágrimas de pena, con insomnio;
Indomable soy, y tú me dominas,
y encuentras la tarea fácil;
Mi deseo es estar contigo siempre
¡ojalá pueda concederme ese deseo!
¡Asegúrate que el juramento que nos une,
no se romperá con la lejanía;
Dentro de los pliegues de este poema,
escondí tu dulce nombre I'timâd.
Pero no fue solamente un camino de rosas el que hollaron los pies de nuestros amantes.
En aquellos tiempos, Alfonso VI, aprovechando las debilidades e intrigas de los taifas, iba conquistando la península poco a poco. La traición asedió a Al-Mutamid a cada paso, cercenó su alma de poeta que sólo ansiaba armonía, sosiego y poder disfrutar de sus hijos, su mayor tesoro, y de la mujer de la que estaba profundamente cautivado. Su propio instructor y amigo, Ibn Ammar, tras la conquista del reino de Murcia y siendo nombrado gobernador, conspiró para desvincularse de Sevilla. Al-Muhamid le hubiera perdonado de no ser porque atentó contra su familia, entregando a uno sus hijos como rehén. El soberano de Sevilla juró matarlo, le persiguió y consiguió hacerlo prisionero. Cuando le tuvo ante él, tomó un hacha y la levantó sobre la cabeza del que fuera su amigo más íntimo. Vaciló un segundo, pero luego, dicen que llorando, porque le quiso como a un padre, le dio muerte con sus propias manos.
La tragedia le zarandeó a partir de ese momento, como si al haber dado muerte a su amigo su mundo se derrumbase. Ni siquiera el amor de Rumaikiyya pudo calmar el dolor por la pérdida de sus dos hijos mayores en la guerra. De nuevo, las maquinaciones le rodearon y acabó vencido y encadenado junto a su familia. Ver a su reina andrajosa, a su hija vendida como esclava y a toda su familia humillada, no mermó sin embargo el amor del rey por la poesía y durante su destierro en Agmat, escribió los más hermosos poemas a aquel tiempo glorioso que se había esfumado y a las cadenas que le ataban lejos de su amada Sevilla.
Rumaikiyya no sólo le siguió al exilio, sino que le amó incluso más que en la opulencia, demostrando que su corazón le pertenecía en vida y seguiría perteneciéndole en muerte.
Al final de su vida, Al-Muhamid escribió estos versos que nos demuestran hasta donde llegaba su amor por su esposa:
El corazón persiste y no cesa,
La pasión es grande y no se oculta;
Las lágrimas corren como las gotas de lluvia,
El cuerpo se agosta con su color amarillo;
Y esto sucede cuando la que amo, a mí está unida:
¿Qué sería de mí si se apartase?
Rumaikiyya compartió con él el destierro, las penurias y la humillación de verse relegados a no ser nada, cuando todo lo habían poseído. Pero se tenían el uno al otro y ni la desgracia ni la miseria debilitó aquella pasión.
Al-Muhamid murió poco después que su amada, siguiendo su estela hasta el Más Allá, para adorarla incluso después de la muerte.
Juntos yacieron, enterrados en el cementerio de Agmat. Durante dos siglos, sus tumbas no fueron más que montones de piedras en una colina, pero hoy descansan la paz eterna, unidos para siempre en un hermoso mausoleo rodeado de eucaliptos y olivos. Lejos de las perfidias, los engaños y las vilezas humanas. Inseparables ya por toda la eternidad.
En las noches serenas, cerca de sus tumbas, aún podemos escuchar la risa cantarina de I'timad y la respuesta ronca del Príncipe de los poetas.
*Artículo realizado por Mencía
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Comentarios (5)
ELSA
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Maria Jesus
gracias por compartirla
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Luciago
Gracias por mostrárnosla.
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Cynthia HJ
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Ruth M. Lerga
¡Gracias, Mencía! Es muy inspirador y nos lo cuentas casi como si nos susurrases una leyenda.
=)
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