Sírvame un poco más, por favor.
Nuestro "cabeza de familia" en inglés es el breadwinner ("el que consigue el pan", literalmente)... Y no se me ocurre un nombre más apropiado en el siglo XIX, dado que el pan era la base de la dieta en todos los hogares. De hecho, en las casas más pobres, a menudo era lo único que tenían. Si el breadwinner tenía suerte —quizá debería decir si su familia la tenía—, acompañarían el pan de cebollas, o quizá de patatas y algo de beicon. Si la suerte era justita, la mujer y los niños solo comerían pan, y el resto sería para el padre, que como los mantenía a todos necesitaba alimentarse mejor (¿?!!).
En los hogares humildes daban buena cuenta de las gachas, hechas por lo general de avena o cebada; el queso venía a sustituir a la mantequilla y apenas veían la carne. El pescado, que era más barato y fácil de obtener, era la principal fuente de proteínas, como también lo eran... ¡las ostras! Durante el siglo XIX, curiosamente, las ostras eran un plato de pobretones, y donde más se consumían era donde se acumulaban mayores bolsas de pobreza. Aunque, si lo pensamos bien, no resulta tan curioso. Eran fáciles de recolectar en los lechos de los ríos, se podían consumir crudas y se conservaban razonablemente en buen estado si se mantenían en sal. De hecho, hacia mitad del siglo XIX habían esquilmado de las orillas de los ríos la práctica totalidad de ostras.
Las familias trabajadoras comían caliente un día a la semana, porque el combustible (carbón) era caro. Y, eso, los que tenían a su disposición un horno. En Navidad, los más pobres solían llevar carne de ganso a algún panadero cercano y confiar en su bondad para que se lo cocinara.
El beicon, al igual que las ostras, no era un producto fino. El cerdo era la carne característica de las clases rurales humildes, porque, a diferencia de las vacas, solo necesitaban una parcela pequeña para ser criados, crecían rápido y tenían mucha grasa. Y de él se obtenía multitud de platos: morcillas, beicon, jamón, cabezada... En fin, para qué vamos a contar. Su carne se preservaba con facilidad: después de la matanza, se colgaban trozos junto a la chimenea para que se ahumaran. Una chimenea bien surtida daba idea de la prosperidad de la familia.
Para las clases medias, el cordero venía a representar lo que el cerdo para las humildes. También eran aficionados a las verduras muy cocinadas y a las patatas, pero no a las ensaladas, porque se tenía la creencia de que la comida cruda afectaba negativamente a la digestión.
La dificultad para almacenar productos a largo plazo hacía que las amas de casa, y las amas de llaves donde las había, pasaran muuuchos ratos de su vida preparando conservas de todo tipo.
Siempre que podían, unos y otros evitaban beber agua, porque pensaban, y con razón, que provocaba enfermedades. En Londres, por ejemplo, el agua se tomaba directamente del Támesis, y directamente hasta él volvían de regreso todos los desechos. Hasta mitad de siglo, cuando se emprendió la tarea de depurar las aguas del río, beber agua contaminada se convirtió en el foco principal de terribles epidemias de cólera y fiebres tifoideas, entre otras.
Así que preferían beber cerveza en todas sus variantes (también los niños), y conforme avanzó el siglo, incorporaron el té y el café.
En cuanto a las dietas infantiles... vaya, qué duro era ser niño por aquel entonces. A los bebés los podía amamantar su madre, claro está, pero entre las familias obreras era difícil, por no decir imposible, que esta pudiera dejar de trabajar para dedicarse a cuidar a su familia; en cuanto a las familias ricas, era algo que no se estilaba. Unas y otras recurrían a las nodrizas, y las más pudientes echaban mano de la leche de burra.
Hasta los diecisiete años, se consideraba que el estómago de los críos era algo especialmente delicado, y lo normal era darle poco de comer. Esto no era algo exclusivo de los más pobres: incluso en los colegios privados más prestigiosos, los niños pasaban hambre. Se les solía dar cordero (si eran afortunados, no olvidemos), patatas, pan, pasteles de arroz y gachas. Mejor si la comida tenía unos cuantos días, pues los productos demasiado frescos podían dañar a la criatura, válgame.
La leche era cara, especialmente en las ciudades, y hasta el descubrimiento de la pasteurización a finales de siglo, tenía muchos gérmenes y era causante de numerosas enfermedades.
En cuanto a los dulces: las pastelerías eran negocios prósperos, pues no había mucha disponibilidad de azúcar en cantidades pequeñas para hacer tartas en casa. Con todo, se prefería el uso de la melaza... y de otras sustancias mucho más peligrosas para lograr efectos de color. Para conseguir tonos dorados y plateados se echaba mano del cobre y el zinc; para los azules, del hierro, y para los rojos, se utilizaba plomo. Peor era arriesgarse a comer un pastel de color verde... El arsénico se empleó en más de una ocasión, con fatídicos resultados, por supuesto.
No sé si este artículo os habrá abierto el apetito o más bien os habrá cerrado la garganta. En cualquier caso, ¡buen provecho, queridas!
Fuente: What Jane Austen ate and Charles Dickens knew, de Daniel Pool
Artículo realizado por la escritora Violeta Otín.
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Comentarios (8)
Jade
Gracias por ellos
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ANA MARIA GARCIA
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Alba
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Maria
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Lorena Sánchez
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Luciago
Muy interesante conocer todas estas costumbres para agradecer todo lo que tenemos en la época actual.
Gracias por el artículo.
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Archiduquesa
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Cynthia HJ
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