Antonio Gil, Curuzú Gil, el Gauchito Gil son los nombres de quien ya forma parte del imaginario nacional. Antes, sin embargo, de los altares al costado del camino, de la devoción por su figura, hubo un hombre forjó ese mito, una historia que construyó santuarios y fieles.
Antonio, un simple peón de campo, no duda en abrazar un destino de grandeza y tragedia: un encadenamiento de sucesos que lo llevan a encontrar la muerte en una intersección de caminos en las afueras de su Mercedes natal, rumbo a Goya para ser juzgado por desertor, por matrero.
Antonio, el que debe huir del pueblo porque el comisario compite con él por las atenciones de una mujer rica, un lujo que un gaucho no puede permitirse. Y el único lugar para escapar es la Guerra del Paraguay de la que deserta como una forma de valentía, para no pelear con mujeres y niños. De ahí a ser un renegado queda solo un paso; a robarle a ricos estancieros para ayudar y curar a pobres y enfermos, una corta distancia. La que lo transforma de hombre en héroe, de héroe en santo.
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