Miguel Rivera y Aguilar cruzó la avenida desierta, se metió en el Central Park de Nueva York, huy endo de las calles iluminadas, y se dejó envolver por la oscuridad. Era noviembre y una llovizna fina caía sobre el parque, pero Miguel Rivera la ignoró. El frío que sentía pro cedía de su interior y el calor que buscaba en aquella noche otoñal no podía proporcionárselo ninguna chimenea. El parque estaba vacío o, al menos, ésa era la impresión que daba a primera vista.
Pero Miguel sabía que en alguna parte, tumbado quizá bajo un puente de arcos o sobre uno de los bancos que poblaban aquel vacío, latía un corazón solitario del que podría extraer calor. Avanzaba con un propósito claro, como una sombra, mientras la necesidad no dejaba de crecer en su interior.
Su sed se volvió acuciante, un dolor que llevaba largo tiempo aumentando. Pero, a medida que se intensificaba, su alma se debatió atormentada por el acto que estaba a punto de cometer. Se detuvo momentáneamente cerca del embalse, con los ojos alerta. Percibía ya el olor de un ser hu- mano, aunque distante todavía.
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