Desde el momento en que lo vio, de pie, arrogante, en la puerta del dormitorio del pequeño refugio, Brie Carringdon supo que aquel extraño era el tipo de hombre acostumbrado a conseguir lo que deseaba. Sus ojos grises brillaban como dos trozos de hielo mientras recorrían sus curvas apenas cubiertas por el camisón.
Cuando Dominic alcanzó por fin el refugio de caza, huyendo de la tormenta no esperaba encontrarse a una preciosidad pelirroja medio desnuda en su interior. Sonriendo como un zorro ante su presa, Dominic llegó a la conclusión de que ninguna mujer respetable pasaría la noche sola en un refugio desierto...
Debía tratarse de la concubina de algún noble, que aguardaba a su amante rezagado por la ventisca. Bien, él se ocuparía de que no pasara frío esa noche.
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