Mi vida a los treinta y cuatro era puro cine. Pero no por lo romántica, emocionante y apasionada, sino porque la sal de mi existencia se resumía en las horas que pasaba tirada en el sofá, viendo una y otra vez las mismas viejas pelis de amor.
Con un trabajo basura, una vida sentimental extinguida poco después que los dinosaurios y teniendo a mi madre como compañera de piso, solo la ficción podía salvarme. Hasta que unos misteriosos zapatos pusieron patas arriba la apacible apatía a la que me había resignado y, también, todas las leyes de la lógica más racional.
Lo sé; más parece cosa de cuentos de que de la vida real. Pero creedme cuando os digo que, a veces, un par de zapatos es todo lo que se necesita para pasar de ser una devoradora de películas románticas a convertiste en la protagonista del filme.
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